Primer Día
Me desperté, aturdido por
el sonido de mi nuevo despertador. Alcé la pata hacia él y palpé un botón.
“Pip, pip pipip, piiiiiiiip”. Desesperado, lo agarré y lo lancé a la otra
esquina de la habitación.
-Vayach, veoch que el despertadorch no ha tenidoch un buench primerch
día…
Gruñí, y me revolví, incómodo, entre las mantas que me
cubrían.
-Vengach, hombrech, que si noch llegaremoch tardech.
Hice que no la oía y comencé a fingir que roncaba.
-Oso González…
Gruñí de nuevo, pero esta vez desistí, y me levanté. Pelusa
me sonrió, y bajó a preparar el desayuno. Mientras, me vestí con mi habitual
camiseta naranja, que había sido lavada ayer por segunda vez en diez años. Cogí
mi cepillo, y me peiné las orejas, de forma que el pelo quedase hacia arriba,
de punta.
Giré la cabeza, y miré al espejo. Una figura marrón, con una
cara redonda e infantil se alzaba ante mí. Estiré las patas y me acaricié el
pelaje que me cubría la panza. Me puse de lado, y una mueca de decepción
insinuó mi cara al ver que un verano entero yendo al gimnasio no había servido
de nada.
-Cariño, ¡a desayunar!
Bajé las escaleras, cansado de recordar la típica escenita de
“me levanto el primer día de clase, me visto, y mi madre me llama para
desayunar, luego tengo un día horrible en mi nuevo instituto en el que una pija
me roba protagonismo, pero al final todo se arregla, y la gano con la ayuda de
todos mis amigos”, que parecía salir en todas las pelis.
Me senté en la banqueta, al lado de Pelusa, que intentaba
mover una taza de leche fría. La cogí y la acerqué hacia mí. Le di las gracias
y me acabé el desayuno mientras mi madre me regañaba por ser tan vago y me
comparaba con Pelusa. Subí de nuevo a mi cuarto, me eché un último vistazo en
el espejo y, agarrando mi mochila, salí disparado escaleras abajo.
Pelusa me esperaba en la puerta, junto con mi madre, que se
despidió, pues tenía que ir a trabajar, me dio un último beso a mí, y otro a
Pelusa, y se fue, no sin antes recordarme que cogiera las llaves.
Cuando
me aseguré de que tenía todo, Pelusa saltó a mi pata y trepó hasta mi hombro. Salí
y cerré la puerta justo en el momento en que mi amiga gritaba:
-Oso González, ¡las llavech!
Había dejado dentro las llaves…otra vez. Pelusa se llevó las
manos a la cabeza, y se arrastró por el agujero de la ventana, ya pensado para
esas ocasiones, mascullando por lo bajillo. Yo siempre le recordaba que eso era
lo bueno de ser una pulga, que cabía por cualquier sitio. Salió al cabo de un
minuto, arrastrando las “pesadas llaves”. Las cogí, y subí a mi amiga hasta mi
hombro, donde se acomodó de nuevo. Guardé las llaves en la mochila, y emprendí
mi camino hacia el instituto.
Continuará...
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